LUGAR DE LA CALAVERA

 

Cuando llegaron al lugar que llamaban Gólgota lo crucificaron a Él y a los malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Mientras tanto, Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Después se repartieron sus ropas, sorteándolas. (Lc 23, 33-34). Así se cumplían las escrituras.

 

De un lado Jerusalén, lugar bendito y maldito a su vez. Ciudad donde muere Jesús por nuestros pecados y el lugar de la faz de la tierra donde ocurre el mayor de los milagros por nuestra salvación. De otro lado el Reino de los Cielos.

 

En la parte de la ciudad un templo, un imperio y una via. Del otro lado la salvación del hombre, pecador por naturaleza. Y en medio Él, Jesús, el Cordero de Dios, sacrificado para limpiar el pecado del mundo. Dios hecho hombre, crucificado en Su trono real, la Cruz. Y debajo el altar de sacrificios, una colina rocosa y yerma al noroeste de la vieja Jerusalén.

 

         Probablemente por ser un lugar destinado a las ejecuciones o quizás por tener forma de calavera, no lo sabemos a ciencia cierta, el lugar era llamado Golgotha.

 

         En el templo los sacerdotes preparaban la ceremonia pascual. Desde el pacto de Dios con Moisés, el altar estaba separado del resto del templo por un velo. Sólo se accedía a él una vez al año para hacer la ofrenda a Dios y sólo los sacerdotes tenían acceso.

 

Pero esta vez el sacrificio no se iba a efectuar en el interior del templo.

 

Ese día todo debía ocurrir muy rápido. Hacia las nueve de la mañana (Mc 15, 25), Jesús, tras haber sido acusado, azotado y haber cargado con la cruz, se encontraba en el lugar que llamaban de la Calavera. Allí, los soldados se sortearon sus vestiduras, lo único terrenal que a Jesús le quedaba ya. Y así, desnudo e indefenso, debía contemplar desde la cruz, como la humanidad lo abandonaba.

 

Pero sus ojos de niño, en un cuerpo de soldado, mostraban la nueva esperanza de este mundo que, sin Su luz, se nos muere. No era entonces cuando todo acababa. Era entonces cuando todo empezaba.

 

-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

 

Eran las tres de la tarde, hora en que el cordero pascual era degollado en el templo. En ese momento, la cortina que impedía el acceso al altar, se rasgó en dos.

 

 

Jesús Manuel Luque Maíz